20 de mayo de 2009

UNA NOCHE

Era una noche magnifica, la tormenta de esa tarde ya se había disipado y el cielo parecía estar engarzado con millones de diamantes. Me encontraba solo en mi terraza observando el espectáculo de las constelaciones mientras escuchaba un disco de Harrison cuando me sobrevinieron unas enormes ganas de salir a caminar, y no me resistí.

La humedad brotaba de las baldosas y creaba una bruma que rarificaba el ambiente. La ciudad estaba casi callada y las luces formaban aureolas con los vapores. En el medio de esa situación me tope con un teatro, de esos que todos conocen pero nadie sabe donde están. Me decidí a entrar, no importaba lo que fuera a ver, mis caprichos no tienen casi nunca fines certeros, ni mucho menos placenteros.

En la sala podía percibirse un ambiente tranquilo, a pesar de que estaba bastante concurrida. Sin embargo los raros personajes con los que me encontré mantenían el más absoluto de los silencios, cómo si estuvieran esperando que algo pasara, ansiosos por encontrarse con un golpe de arte. Quizás en ese momento en el que estaba reflexionando de espaldas al escenario los artistas estaban ya listos para salir a escena. Rápidamente di vuelta mi persona y me senté con celeridad, cómo contagiado de la excitación silenciosa de los demás concurrentes.

El momento esperado llegó y me encontré con la más adecuada de las melodías para una noche cómo esa, el Jazz. Las notas más tristes y perfectas llenaron mis oídos e inundaron mi alma. No pude resistirme a la emoción y dejé correr mis pensamientos hacia los desencuentros amorosos, hacia los más pálidos recuerdos de mi niñez, y hasta por los reveses deportivos y académicos se pasearon mis tímidas rememoraciones. La nostalgia de la que sufren los modernos ancianos, la moraleja que padecen los antiguos jóvenes, todo eso expresado por un simple saxo y un piano.

De pronto me sentí aliviado, el show llegaba a su fin, pero a la vez que los recuerdos dolorosos me dejaban con las últimas notas del piano, una parte de mi alma se iba con ellos. Quise entonces volver a sufrir, a recordar, a escuchar jazz.

19 de mayo de 2009

UN CUENTO DE ARRABAL

No era la mejor de las tardes. Un olor a tierra húmeda y el croar de los sapos que salían de sus huecos anunciaban la inminente tormenta, cuyas grises nubes se cernían ya sobre los techos de chapa de Boedo. El mundo parecía detenerse ante la lluvia, nadie quería ser sorprendido por el aguacero. Las viejas salían a los patios a juntar la ropa, los pibes guardaban sus triciclos y juguetes, los malevos se refugiaban en algún bar de mala muerte. Casi analógicamente, el comportamiento de la gente era parecido al de las cucarachas que escapan de la cocina al encenderse la luz.

El primer chubasco cayó indiferente, sorprendiendo a algunos incautos y a otros casuales transeúntes. El desorden de corridas y los amontonamientos bajo los escasos aleros se adueñaron de las calles.

Es allí donde las más locas historias se suceden, en las aglomeraciones desesperadas. En las orgías de gente que, escapando de alguna calamidad, siente cosas distintas. La efímera sensación de adrenalina que produce un escape es tan intensa, que se compara solo al amor. Quizás por eso fue que Carlos creyó estar enamorado.

Esa tarde fue sorprendido, como tantos, por un goteo grueso y helado. Buscó refugio bajo un balcón junto con otros tantos, entre ellos Marta. Al verla sus ojos simplemente no pudieron apartarse de ella. Sus largos cabellos de un castaño alazán, su mirada intensa, toda su cara mojada por la lluvia, o tal vez el hecho de que nunca había visto pechos tan prominentes provocaron en él una instantánea e irrefrenable pasión. Él jamás había creído en el amor a primera vista. Pensaba que todos sus amigos estaban locos al afirmarle que tal aberración podía tener lugar en la más perfecta de las sociedades.

Sin embargo en ese momento no atinó a reflexionar todas sus charlas de café con los muchachos, estaba demasiado ocupado en echarle miradas insistentes a Marta. Después de un rato se acercó amablemente y le ofreció un pañuelo para que secase su rostro. Ella lo aceptó de buen grado y al instante entablaron conversación. La invitó a tomar un café, entonces salieron corriendo, huyéndole a la tempestad, hacia el bar de la otra cuadra.

Allí cambiaron el menú de café con medias lunas por un par de vasos de vermouth con ingredientes. Salieron del lugar y casi instintivamente rumbearon para la pensión de Carlos, donde dieron rienda suelta a sus más profundos instintos. Eran apenas la 9 de la noche.

Carlos despertó a la madrugada, miró a su lado pero ya no había nadie, Marta se había ido. Se levantó y fue a la cocina, encendió la luz y vio como cuatro cucarachas corrían despavoridas hacia una rejilla. Se acercó a la ventana, observó que las nubes ya se habían disipado y el cielo estaba totalmente despejado. Se preparó un café, mientras tanto ya empezaba a clarear el alba.

CRITICA FILOSOFICA DE LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD

Quizás recuerden a algunos sabios de entre nuestros antepasados (sabios en realidad aunque no en la estimación del mundo) que se atrevieron a dudar de la propiedad del término "progreso" aplicado al adelanto de nuestra civilización. Mucho después de la muerte de esos sabios surgió una poderosa inteligencia que luchó con audacia por esos principios cuya verdad aparece ahora, ante nuestra liberada razón, tan por entero evidente; principios que hubieran debido enseñar a nuestra especie a someterse al gobierno de las leyes naturales, en vez de intentar su intervención. A largos intervalos aparecían algunos espíritus magistrales que consideraban cada adelanto en las ciencias prácticas como un retroceso en su verdadera utilidad. A veces la inteligencia poética (inteligencia que es la más sublime de todas, lo cual sabemos ahora, ya que esas verdades de la más perdurable importancia no podían sernos reveladas sino por esa analogía que habla en tonos precisos a la imaginación sola, y cuyo peso no soporta la razón desamparada); a veces, repito, esa inteligencia avanzó un paso en la evolución de la vaga idea de la filosofía y descubrió en la parábola mística que le contaban del "árbol de la ciencia", y de su "fruto prohibido" que engendra la muerte, una clara advertencia de que la ciencia no convenía al hombre en la minoría de edad de su alma. Y esos hombres, los poetas, viviendo y muriendo entre el desprecio de los "utilitaristas", ásperos pedantes que se arrogan a sí mismos un título que solo se hubiera podido aplicar con propiedad a los despreciados; esos hombres, los poetas, contemplaron con añoranza, pero no sin cordura, los antiguos días en que nuestros deseos eran tan simples como sutiles nuestros goces; días en que la palabra "júbilo" era desconocida, de tan solemne y profundo como era el tono de la felicidad; días santos, augustos, bienaventurados, en que ríos azules corrían benditos entre colinas intactas, adentrándose a lo lejos en soledades selváticas, primitivas, olorosas e inexploradas. No obstante, esas nobles excepciones del general desgobierno sólo sirvieron para fortalecerlo por medio de la oposición. Habíamos entonces caído en los más aciagos días de todos nuestros días aciagos. El gran "movimiento" (éste era el término de aquella jerigonza) avanzaba: agitación morbosa, moral y física. El Arte, las Artes, fueron elevadas al grado supremo, y una vez entronadas, pusieron cadenas a la inteligencia que las había elevado al poder. El hombre, como no podía reconocer la majestad de la naturaleza, se entregó a una exultación pueril en sus conquistas y dominio siempre creciente sobre los elementos de aquélla. Así, mientras se pavoneaba imaginándose un Dios, una imbecilidad infantil se abatía sobre él. Como podía suponerse desde la iniciación de su trastorno, se vio él invadido por sistemas y abstracciones. Y envuelto por completo en generalidades. Entre otras ideas excéntricas, la de la igualdad universal ganó terreno, y frente a la analogía y a Dios, a despecho de la potente y amonestadora voz de las leyes naturales, que penetran tan visiblemente todas las cosas de la Tierra y el Cielo, se hicieron tentativas insensatas por  establecer una Democracia que predominase en todo y sobre todo. Sin embargo, este mal surgió por fuerza del mal primero: la ciencia. El hombre no podía al mismo tiempo saber y sucumbir. Entre tanto, se alzaron enormes ciudades humeantes, innumerables. Las verdes hojas se arrugaron ante el calor de los hornos. La bella faz de la naturaleza quedó deformada como por los estragos de alguna repugnante enfermedad. Y me parece que nuestro sentimiento, aunque dormido, de lo forzado de los cabellos, hubiera debido detenernos ahí. Pero ahora parece que hemos forjado nuestro aniquilamiento al pervertir nuestro gusto, o más bien al descuidar ciegamente su cultivo en las escuelas. Pues, en verdad, era en esa crisis donde el gusto solo (esa facultad que, manteniendo una posición media entre la inteligencia pura y el sentido moral, no ha podido ser nunca olvidada sin peligro), era ahora cuando sólo el gusto podía conducirnos con suavidad hacia la belleza, hacia la naturaleza y hacia la vida. Pero pobre del puro espíritu contemplativo y majestuosa intuición de Platón, pobre Mousikê, el que consideraba la justicia como una educación suficiente en absoluto para el alma, por desgracia para él y para ésta. Cuando los dos habían sido más por completo olvidados o despreciados, era cuando más desesperadamente se los necesitaba a los dos. Pascal dijo (y con que verdad) que “tout notre raisonament se réduit à céder au sentiment”; y no hubiera sido imposible, si la época lo hubiese permitido, que el sentimiento del natural hubiera recobrado su antiguo ascendiente sobre la brutal razón matemática de las escuelas. Pero eso no debía ser. Provocada prematuramente por excesos de ciencia, se acerca la vejez del mundo. Es lo que la masa de la humanidad no ve, o lo que, viviendo con vigor, aunque sin felicidad, finge no ver. Pero los fastos de la Tierra no han hecho más que enseñarnos a considerar la ruina y el exterminio como el precio de la más alta “civilización”, y es un precio que al parecer estamos dispuestos a pagar.